Cuando la gente que ahora tiene más de ochenta y cinco años se pone a contar los sucedidos de sus tiempos de niños, los que tienen entre sesenta y la edad mencionada, dicen “están chocheando”, “antes creían cualquier cosa”, “no le hagan caso al viejo”. Los que tienen menos de sesenta pero más de cuarenta ven ancianos a los que le siguen pero a los muy mayores los consideran reliquias.Entonces la comunicación se establece saltando una generación. Escuchan atentamente y saben lo que sus padres no tomaron en cuenta. Después, cuando salen para atender sus asuntos personales, al ver un cartel indicador o al contemplar una verja trabajada, los asalta el recuerdo de lo oído al abuelo y la ciudad se les amplía. Porque esa esquina es la del comercio actual, pero es también la de la aparición; la verja adorna el hogar de una joven familia, pero es la que enredó las flores con las que se hizo el ramo de novia de esa bella de destino trágico.
Así la ciudad crece en el tiempo, en profundidad y ya no es la misma de antes de escuchar a los muy añosos, pero aún lúcidos y memoriosos. Ahora la ciudad tiene misterio, tiene poesía. Las tareas que Ramón realizaba le hacían llegar a su casa a la noche. Un poco porque no eran ocho horas diarias, como ahora, y otro poco porque cansado debía atravesar la ciudad en todo su largo. Tenía sus ocupaciones en una chacra, allá en la altura anterior al monte de eucaliptos y aromos. Vivía cerca del cementerio viejo, casi sobre el Arroyo de la China.
Había un camino bastante derecho desde su trabajo a su rancho pasando por la iglesia, donde diariamente pedía a Dios su ayuda para esa jornada. Pero no entraba. Al llegar al primer límite del templo comenzaba a persignarse y a orar mentalmente. A llegar al otro límite estaba terminando su pedido. Cuando regresaba agradecía, siempre desde el camino, y pedía protección para la noche. Así se lo había inculcado su madre, muy creyente, aunque creyentes eran todos los que habitaban la pequeña ciudad.
La fe lo ayudaba a vivir, a confiar, a no temer. Aunque, motivos de temor no había muchos, como no fueran imaginarios, porque en todo lo que llevaba recorrido ese trayecto jamás encontró nada que pudiera sugerir la veracidad de la leyenda que circulaba desde hacía treinta años. Alguna vez, de haber sido ciertos lo dichos, tendría que haberse encontrado con el fantasma de la joven novia inconsolable, que partiendo de la esquina sur-este de La Placita atravesaba ésta y seguía hacia el cementerio con la bella faz entristecida y un ramo de flores blancas en la mano; flores que, según decían los más detallistas, tomaba siempre frescas de las enredaderas del barrio.
Ahora, con la llegada cada vez más numerosa de gringos y tanos, los rumores eran variados, los “dicen que vio” y los “me contaron” no tenían fin.
Se estaba construyendo un puente para que la gente llegara en tren hasta el mismo río Uruguay, porque decían que el puerto debía hacerse allí, que el del Riacho Itapé no era bueno, que era bajo, que las crecientes, que el progreso. Querían cambiar todo.
Según el parecer de Ramón, los europeos eran “jodidos”. Muy valientes para ir a la guerra pero sin ánimos para caminar de noche, como él, por temor a los fantasmas. ¿Y qué me puede hacer un fantasma si yo no me meto con él? – Pensaba. – Pero por lo que se escucha, estos han visto en sus tierras fantasmas vengativos, peleadores. También andan diciendo que van a terminar con las costumbres bárbaras que tenemos, de velar los angelitos y hacer baile. ¿Pero no dicen que todos son creyentes? ¿No van a la iglesia todos los domingos? ¿Entonces cómo no van a saber, por más que entiendan poco el idioma, que las almas inocentes van al cielo? ¿Cómo no les iban a enseñar en sus tierras, que tienen más curas que nosotros, que debemos alegrarnos por el llamado de Dios? Para mi hay dos cosas: o no es cierto que son de nuestra religión y mintieron para venir y que los tratemos bien, o son la resaca de por allá, cobardes que los echaron de sus tierras y llegaron asustados a éstas. ¡Pero mire que ver mal los velorios de los angelitos! ¿Y qué dirían entonces si viera lo que yo veo en los árboles del camino cuando salgo de la chacra o en los árboles de los alrededores, durante el día mientras trabajo?
Porque, por lo menos nosotros los cristianos, enterramos los muertos, angelitos o mayores; pero esos que son cristianos a medias, porque los abuelos son indios y conservan otras costumbres, ponen los angelitos en los árboles para que el almita vuele en forma de palomita blanca y los pájaros se hagan cargo del cuerpito. ¡Serían capaces de asustarse de los gurises muertos esos gringos! El pensamiento le causa gracia y una sonrisa le entreabre los labios; distraído, se sorprende cuando a su lado oye la voz de Bienvenido, su amigo que día a día, mejor dicho noche a noche, se le junta en la esquina de Comercio y Tres de Febrero, pues trabaja en la quinta de Márquez y entre la hora que deja el trabajo y el encuentro con Ramón, que vive en un rancho al lado del suyo, visita una muchacha en la calle Nogoyá, casi Comercio, pero no es negra, como podría creerse por la dirección. Se llama Micaela. Es hija de una mulata y un español, la piel entre canela y té con leche clarito, según sea verano o invierno. Los ojos renegridos y brillantes. Tiene buen carácter y Bienvenido le ha comentado al amigo su decisión de traerla pronto al rancho, pero no sabe si casarse, lo que quizás implique gastos o amigarse y tratar de ver qué sale.- ¿Cómo te ha sido el día, Ramón? – Es su saludo.
Ramón pega un respingo hacia atrás.~ ¡Me asustaste, carajo! – Dice riendo. – Menos mal que hay luna y sé quién sos.
-¿En qué venías pensando? – En los gringos y tanos que siguen llegando y son llenos de miedos y cuentos y en lo que van a decir cuando vean un angelito en un árbol.
– ¿Y cuando oigan las palomas de las casas de Urquiza?
– Las oigan y las vean, porque si se asoman por las ventanas, sin salir de sus casas las van a ver pasar. Aunque en Europa debe haber palomas, también.
– Si, pero no han de salir cuando las otras duermen. Tata es de allá y hasta él ha quedado pensativo con esta parejita de los martes y viernes.
– Si pero tu tata es español y esos son como nosotros.
– Ha de ser un anuncio para la familia Páez. Después de todo en su techo se posan y se arrullan.
– Las palomas blancas son la imagen del Espíritu de Dios, decía mi mama. Ha de ser un buen anuncio. – ¡Dios quiera! Porque el barrio está alarmado. Hasta la medianoche, que callan y regresan a sus nidos, casi nadie duerme y las mujeres aprovechan para hacerse obedecer de los niños, con la amenaza de que se los van a llevar las palomas si se portan mal.
Siguen caminando en silencio hasta que, al oir el arrullo, se dicen al mismo tiempo: hoy es viernes. Y apuran el paso.
Pero al ver salir de su casa, como sonámbulo, un niño conocido, se vuelven lentos para observar mejor. El niño camina un trecho, mira hacia donde se oye a las avecillas y empinándose se transforma en paloma y se eleva, se eleva, hasta quedar entre las dos que callaron y vienen a su encuentro, perdiéndose todas en el cielo estrellado.
Ramón y Bienvenido se han detenido y están mirando a lo alto. Luego se miran sin hablar y no se dan cuenta de esa inmovilidad hasta que los sacude el grito de la madre del chico, mujer trabajadora, llena de hilos, vecina de esa misma calle que da a los fondos de la familia Páez y donde se aloja un extranjero llegado hace poco, alquilando una piecita de dos por tres.
– ¡Hijo, hijo querido! ¡Ha muerto mi hijito!
Los amigos prosiguen su camino. ¿Será cierto lo que dicen los indios sobre los niños? – piensa Ramón – ¿Será malo enterrarlos?
– ¿Harán brujerías los gringos, como dice Micaela? – piensa Bienvenido. – ¿Cambiará esto tanto que pronto no lo conoceremos, como dice tata?
Después de dos cuadras Bienvenido rompe el silencio.- ¿Vos viste un chico, Ramón?- Si, por eso nos paramos, vos también lo viste.- ¿Y lo otro?- Lo otro también.- Hasta ese momento yo no creía en fantasmas. Aunque eso no era un fantasma.- ¿Qué habrá sido?- No sé. Lo seguro es que están pasando cosas raras, tal vez porque quieren cambiar todo, dicen que hasta van ahondar el zanjón que une el Uruguay con el Molino.
– Le preguntaré a Micaela qué pudo ser, las mujeres saben más de estas cosas.
– Dile también que rece por el alma del angelito, porque se de seguro tengo la corazonada, esta madre no hará baile como las de nuestro barrio.
Edición: Civetta, María Virginia y Ratto, Carlos Ignacio. Texto extraído de: Mallea, Lorenza y Calivari, Coty, “Las Mallas del Viaje”, Ediciones “El Mirador”, 1982