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“Clásico” de Federico Núñez

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Para paliar un poco la falta de fútbol, en la Semana del Escritor, hoy te proponemos un cuento del Profesor en Lengua y Literatura Federico Núñez. El clásico con el Taita, el aguante y la ceremonia de los sureños antes de un partido.

I

     En este lugar del planeta, un domingo a las tres de la tarde, no es un momento más en la vida de los seres humanos.

No es de esos instantes fugaces que cantan los poetas en sus versos.

     A esa hora el pronóstico del tiempo no le interesa a nadie. No importa salir corriendo atragantado con un pedazo del chorizo extra-tocino que formó parte del asado que degustamos dignamente en el patio del rancho. No.

     La cosa es así.

     A esa hora, gurises, muchachones, tipos, y  también, féminas de voz ronca, nos juntamos todos y todas en la esquina del kiosquito a escabiar y fumar antes del partido.

     Hablamos de todo, pero sobre todo, del inminente match que disputará el súper team de nuestro corazón. Ya nos hacemos la cabeza con el gol de recontra frentazo del Chino Torres, ese artista del nivel y del  cucharín, del fratacho y el revoque( del fino, al otro se le anima cualquiera, como a la hermana del Moncho en el barrio), pero eso durante la semana, que dura hasta el sábado al mediodía(puntual a las doce y un minuto lo encontrás en el bar del Mauro garganteando una fresca), ya que cada domingo se convierte en el goleador más grande y menos pago de toda la Argentina(producto del modelo de producción, dicen). Pero la historia del pichichi del sur, argentinos y argentinas, gente de Latinoamérica y alrededores, es digna de texto propio (el próximo, el que sigue, el que  está a continuación, no se lo pierda…es un golazo…de la incipiente narrativa surera).

     Volvamos al kiosquito…y a la hinchada.

     Afinamos el garguero con unas líricas que el Chito copió a mano mientras miraba El Aguante, ese espacio dedicado a los que somos de palo según el cantito, o como también lo creía el grupo que financia este programa agitador, pero no de los que están en algunas tribunas, sino de todo un pueblo. Afuera de la cancha nos querían, para poder ellos decidir con comodidad.

     Pobres ilusos.

     Estamos adentro.

“…esta tarde cueste lo que cueste, esta tarde tenemos que ganar…”

     Las bombas las traía el Rata. De los bombos y demás instrumentos musicales (eeesaaa), se encargaban el Pato y el Coco, hermanos mayores de una serie de quince. Todos en la hinchada. Menos el último. Éste iba en los brazos de la madre.

     A dos cuadras del club concentraban religiosamente los borrachines de verdad, esos que iban a la cancha con la única intención de manguearle unos pesos al primero que se le cruce.

“-¡Eh vieja, una moneda pa’l tinto!” o “-¡No te ortivé locooo…ta’ todo bien!”, eran las frases de cabecera de estos tres o cuatro personajes que cada tanto (cada domingo que nos tocaba ser locales), se agarraban a piñas entre ellos. Como para no aburrirse.

     Es que era muy difícil no irse a las manos cuando uno de ellos batía recontraempedo a otro:

“-¡che cuernudo, pásame la cajita!”, para qué. Encima era verdad. La jermu de uno de ellos siempre terminaba encamada con alguien que podía valorar algo de lo que estos aparatos eran incapaces.

     Y así se pasaban la tarde, cerca de uno de los corners, donde aprovechaban a putear, escupir y hasta tirar vino caliente a los oponentes de su querido equipo.

     De esta manera, si bien la fiesta, como se puede observar comenzaba siempre antes, era a eso de las cuatro de la tarde que los jugadores entraban en fila a la cancha y nosotros, los gurises de la hinchada, mandábamos toda la carne al asador para apoyarlos cuando veíamos que el primero de estos gladiadores agarraba la pelota y la ponía a volar por los aires: “alto, fuerte y lejos”, como decía el relator de LT 11.

II

     No importa la tele, las vedettes, las botineras, los autos, no importa nada.

     En la cancha los azules y a su lado bien cerquita la banda.

     Es mentira eso que los de afuera son de palo…( ya lo dije, no me importa la repetición), y menos cuando los contrarios son los del Taita. A esos había que ganarles adentro y afuera de la cancha. Muy complicado era el asunto siempre. Pero le poníamos garra.

     La primera hinchada que amedrentaba al referí, ya había logrado más de la mitad del triunfo de los suyos. Teníamos que cuidarnos un poco en la estrategia que buscábamos para dicho propósito, ya que muchas veces se nos iba la mano y terminábamos por romperle la cabeza de un toscazo a él o a uno de los línimas.

     Sin embargo, nosotros teníamos a los mejores. O, tal vez, no a los mejores, pero sí a los más voluntariosos, a los que más huevo ponían adentro de la cancha durante los noventa minutos. Y eso ya era mucho. Muchísimo.

     Ese domingo, el último de mis domingos en el estadio sureño, el recuerdo que se metió en la cabeza de todos los que estábamos ahí, no fue el gol del Tinga, el cascotazo en la cabeza a uno de los árbitros, no fue la nueva canción de la hinchada. Nada de eso se recuerda. Todo lo que nos queda de esa tarde es la sensación de haber perdido la razón. De haber sido capturados por la locura en su estado pleno. Algo fuera de lo creíble en este bendito planeta y sus alrededores.

     Tal vez porque nunca lo pensamos, quizás porque somos animales de costumbres arraigadas en el fondo de los mismísimos huesos. Aún hoy, cerca de veinte años después de ocurrido el mágico hecho, nos resistimos a pensar que fue realidad y jugamos a que sólo estuvo en el centro de la fantasía más cósmica. Como si fuera una escena corta de Hora de aventuras. La mejor escena corta de Hora de aventuras.

III

     Fue el “tres”, señores y señoras. Ni el nueve goleador, ni el win derecho, ni el extremo izquierdo. Mucho menos el enganche de moda. Fue el marcador de punta izquierdo. El tres.

     El Flaco Lazza, alto, fino, huesudo, intrascendente por más de doscientos partidos, esa tarde, la tarde de la gloriosa final, se convirtió en el protagonista de lo que iba a ser el recuerdo eterno del primer campeonato sureño.

     Como está pintado anteriormente, todo estaba listo para que ese papel lo juegue otro, incluso, hasta la propia hinchada disputaba el protagónico. Sin embargo, el Flaco se adueñó del mismo y quedó por siempre en el primer plano de esa imagen ganadora.

     Y es que como él, era un intrascendente momento del match, esos que nadie está mirando, porque en realidad el empate estaba firmado. Ya nos íbamos para el alargue. Todos cansados adentro. Todos a los gritos afuera.

     Era la última pelota del juego. Uno que traba de un lado y otro, del otro, en el medio de la cancha. El balón, luego de sonar seco por el choque de ambas patas, sale rodando casi imperceptiblemente hacia un costadito del centro marcado por la línea de cal, y de pronto, sin esperar que nadie la acaricie hasta dentro de algunos minutos, antes de que el referí toque su pito y nos haga desfallecer de ansiedad, el gran Flaco, con su poderosa zurda, le da un beso a la redonda, y desde aproximadamente ochenta metros neto, la pone a volar, alto, fuerte y lejos, hasta traspasar las nubes del cielo celeste.

     Un profundo silencio repercutió en el estadio. Todos y todas esperando el desenlace de tan inesperado, sorpresivo, impensado acto en todo el mundo futbolero.

     El único que tenía una mirada de absoluta confianza en la realidad del acto que estaba aconteciendo en ese instante, era el flaco ser humano que le había pegado a la de cuero.

     El mismo ser delgado al que domingo tras domingo, algún hincha furioso desde la montañita que estaba atrás del arco (popular pa’ los muchachos), cargaba sus pulmones de aire caliente y largaba al viento un enorme:

     “¡Buuuurrooooo…andá a patiar calefones!!!”, o el tan esperado: “MATUUUUUNGOOO!”.

     Fue infinito el segundo en que la esférica recorrió el firmamento, mientras nos hacíamos visera con las manos para que el sol nos deje ser testigo de eso que estaba pasando delante de nosotros.

     Y sí. Por fin. La cosa redonda formada por casquitos cosidos, todos ellos de negro y blanco, se le coló al arquerito de ellos, ahí, donde nunca llegan los de guante, ahí donde se forma un perfecto ángulo recto…ahí, donde tejen su nido las arañas…

Sobre el autor:

Federico Núñez, profesor de Lengua y Literatura y ex jugador de fútbol amateur, publicó en 2014 su primer libros de relatos titulado “Invisible”.

Foto de portada: Alejandro Osuna

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