Por Carlos Battilana
En la tradición cultural latinoamericana, París no sólo es una ciudad sino, sobre todo, un ideal y un paraíso. Representó en algún momento la esencia de la felicidad. El viaje a París por parte de los autores latinoamericanos contenía una intención y un deseo: que la capital cultural de Occidente consagrara sus nombres en el catálogo olímpico de los artistas. El viaje parisino se puede rastrear como tópico en diversos autores de nuestra literatura. Uno de los mayores poetas latinoamericanos, Rubén Darío, rezaba todos los días de su infancia para conocer París. Escribe en su Autobiografía: “Yo soñaba con París desde niño, a punto de que cuando hacía mis oraciones rogaba a Dios que no me dejase morir sin conocer París”. En una de sus crónicas, Julián del Casal narra la historia de un personaje que idealizó tanto a París que, a la hora de viajar, prefirió no hacerlo para que la realidad no destruyera su imagen venerada. Ya en el siglo XX, César Vallejo le explicaba a su madre que hay “un sitio en el mundo, que se llama París”, y profetizó allí su propio final en un destemplado día de lluvia: “Me moriré en París con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo”. Por su parte, Julio Cortázar -que, al igual que otros escritores sudamericanos, vivió en la capital francesa- divide su novela más famosa, Rayuela, en dos zonas. Habló “Del lado de allá” cuando se refiere a los hechos acaecidos en París por parte de Oliveira y La Maga, y “Del lado de acá” cuando se refiere a Buenos Aires, con las participaciones de Traveler y Talita. Hay muchos otros ejemplos de esta devoción: recordamos a Alejandra Pizarnik viajando a París con una beca; en aquella ciudad no sólo escribirá parte de su obra, sino que cumplirá con el mandato latinoamericano aún latente en la década del 60.
A pesar de la idealización, la realidad siempre se encarga de atravesarnos con su avatar y su orden rugoso. El tiempo de los hechos destruye el tiempo inmóvil del mito. Si bien el mito es una negación del tiempo lineal, aun así puede causar decepción. El propio Darío, que tanto amó París, y tanto la mencionó en sus poemas y crónicas, narrará su desilusión profunda: “Y jamás pude encontrarme sino extranjero entre estas gentes”. En Hoy llueve en el mundo de Paula Giglio no surge la desilusión, pero sí un aire de “asfixia” y de nostalgia por la zona que podemos llamar el otro lado. Si bien se intenta descifrar el secreto de París (“Comprender una ciudad / es adentrarse en sus orificios / y recibir todo lo nuevo / como un oleaje”), aún persiste la ciudad de Buenos Aires impregnada en la mente y en la piel: “Hoy llueve en el mundo. / Buenos Aires: 15º / París: 15º / ¿Cómo hago para abrazar una ciudad?”. Un sujeto desea lo imposible: vivir en términos ubicuos. Aquí y allá. Hay una encrucijada y un impulso doble que no logra cuajar en la realidad. La topografía se confunde a la manera de un pasaje de vías paralelas que parecen unirse en un punto: “La misma silueta de los edificios, / los balcones de Recoleta estilo francés, / el café todo vidriado de la esquina, / las calles de San Telmo / en la colina de Montmartre, / una Avenida del Libertador / que se llama Boulevard Saint-Michel: / ¿dónde está, París, que todavía / camino por Buenos Aires?”.
La cultura literaria argentina funciona como sustrato de este libro. Los indicios designan mundos análogos, pasajes secretos y el cielo de la rayuela situado en un espacio que deroga la bifurcación y que se conquista con la piedrita del deseo. Los sitios recorridos (el Louvre, la Plaza de la Concordia, la Iglesia de la Madeleine, Notre Dame, el río Sena) designan espacios característicos pero recuerdan otro lugar que concentra anhelos de “un corazón machucado y porteño”. Una música de la memoria parece confluir en un famoso tango de Gardel y Le Pera: “Volver a donde están / mis cosas innecesarias / porque lo urgente lo llevo conmigo”. París es el espacio de una iniciación un poco anacrónica (“Vine porque si triunfaba en París / habría triunfado en el mundo”), pero también el lugar del idilio. Conviven la formación cultural, la curiosidad viajera y la nostalgia por el amor.
En la sección “Correspondencia” oscilan dos figuras enunciativas, como si el discurso desplegado fuera el escenario de un intercambio fantasmático, ya que la figura del otro es interlocutora de un diálogo en el que el cuerpo físico, como en toda relación epistolar, aparece escamoteado, ausente. Amparado en la cita de Joan Margarit (“Esa parte de nosotros que permanecerá siempre en París”), el libro -que hace del pensamiento y el sentimiento dos aliados de la escritura poética- revela que la ciudad no sólo fue el sitio de la convivencia amorosa sino el lugar en el que algo irrepetible se engendró. Algo inexorable y definitivo. París como el escenario que albergó un encuentro. Como sabemos, cada acto de pasión y de fascinación implica una lógica singular, sólo reconocida y acatada por los amantes, una lógica que una vez disipada, por más que adopte formas similares, nunca en el mundo volverá a suceder. En esa pequeñísima grandeza que narra este libro acontece el hecho de amor.
Fuente: www.solotempestad.com